- La columna de Francisco J. Sandoval en Crónica
Francisco J. Sandoval
La seguridad social es un concepto hermoso; procura solidaridad entre los miembros de una sociedad. En Guatemala esa idea se institucionalizó con el nombre de Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS) como parte de la revolución que encabezó el doctor Juan José Arévalo, humanista y filósofo que gobernó el país durante el quinquenio 1945-1950. Algo de esa original idea muestran los murales esculpidos en la fachada de su oficina central.
De entonces para acá mucha agua ha pasado bajo ese puente solidario. Por obligación, lo financia todo trabajador: quien se afilia al Igss le descuentan mensualmente el 4.87% de su salario y el patrono que lo contrata pone 10.67%. Al seguro social le ingresa un monumental 16% de los sueldos formalmente pagados en el país. Una tonelada de plata. ¿Qué da a cambio a quienes lo financian? Básicamente, atención de salud ante enfermedades, accidentes, partos y, una vez jubilados y después de haber pagado sus cuotas durante 240 meses, una pensión mensual de alrededor del 80% del último sueldo.
Me he dado a la tarea de preguntar a muchas personas si están satisfechos con estar obligatoriamente afiliados al Igss, o preferirían contratar un servicio privado, como los muchos que ahora hay en el mercado. Esta pregunta solo tiene sentido en la capital porque en el interior es casi desconocido eso de los seguros privados. Como siempre, las respuestas varían: se acepta como bueno o regular lo que el Igss da a los pobres y de escasos recursos. Algo es algo, peor es mejor que nada, dicen. De clase media para arriba y entre los empresarios lo de una afiliación obligatoria y cara les parece injustificada ante lo poco que reciben. Un valor que los patronos le reconoce al Igss es que los libera de responsabilidades ante accidentes y enfermedades discapacitantes de los colaboradores.
El asunto está claro: El Igss sigue vivo, pero funcionalmente enfermo. Necesita una sacudida; necesita una profunda cirugía. Debe reinventarse porque de revolucionario ya no tiene nada. La reforma integral debe empezar por identificar las necesidades actuales de los trabajadores afiliados y sacar al Estado y las Munis de su situación de moroso. Es necesario evaluar todo lo existente: distribución geográfica, instalaciones y servicios, cuotas que se pagan, tiempos para brindar atención, beneficios actuales y futuros que se prestan, información personal y en internet que proveen, solvencia financiera para los siguientes 20 años.
No se trata de derrumbar un árbol que ha crecido con las ramas torcidas. Los afiliados que ante una enfermedad se internan no deben sentir que es un pasaporte a la muerte. El afiliado debe sentirse satisfecho y sin la tentación de pagar un segundo seguro, por supuesto privado.
Cuando fungí como oficial de Unicef, durante un año me involucré en apoyar al Igss introduciendo el concepto de promoción de la salud. Curar muchos de los padecimientos y enfermedades es caro, y muchos de ellos son prevenibles y, en este caso de bajo costo. Lograrlo requiere que las funciones de enfermeras, secretarias, médicos, laboratoristas, etc., no solo sea diagnosticar y recetar a los “pacientes” sino orientar prácticas sanas de vida. No tendría problema en demostrar cualitativa y cuantitativamente (en dinero) los enormes beneficios que este tipo de prácticas conllevan para las personas y la institución.
Reformado, el seguro social debería brindar una atención humana y eficiente, no burocrática y tardada. Sin corrupción en ninguna de sus operaciones, por supuesto.
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