Una caravana de vehículos negros se detuvo en una pequeña aldea ubicada en un claro de la jungla en un remoto rincón de América del Sur. Un hombre alto y corpulento con gruesas cadenas de oro colgando sobre una camisa ajustada salió del auto más grande entre un coro de vítores.
Hace 50 años, ese hombre, llamado Ronnie Brunswijk, hijo de agricultores pobres, había dejado la aldea de Moengotapoe en el este de Surinam para buscar una vida mejor. Ahora regresaba como uno de los hombres más ricos, poderosos y populares de Surinam, para llevar electricidad a su olvidada comunidad de cimarrones, descendientes de personas que escaparon de la esclavitud.
El año pasado, Brunswijk se convirtió en el primer vicepresidente cimarrón de esta pequeña nación sudamericana, situada entre el océano Atlántico y la selva amazónica. En el camino, fue paracaidista de élite, jugador de fútbol, ladrón de bancos, líder guerrillero, barón del oro y padre de al menos 50 hijos.
Su madre suele decir que tiene tantos hijos que, a veces, personas que no conoce le piden permiso para abrazarla tras afirmar que son sus nietos.
Brunswijk ha sido condenado por tráfico de drogas en Europa, pero ayudó a que se instaurara la democracia en su tierra natal. Su generosidad le ha valido el apodo de Robin Hood y el culto de sus seguidores, pero ha hecho que muchos surinameses cuestionen la fuente de sus riquezas y sus motivaciones políticas.
En muchos sentidos, Brunswijk personifica las contradicciones de la pequeña e insular sociedad de Surinam, donde las líneas entre héroes y villanos se desdibujan, la historia se convierte en mito de manera instantánea y la gente ha aprendido que, para mantener la paz social, lo mejor es no hacer demasiadas preguntas.
«Todo lo que tengo, se lo doy a la gente», dijo Brunswijk, de 59 años, en una entrevista en su oficina en una antigua edificación colonial con vistas a la solemne capital de Surinam, Paramaribo, el mes pasado. «Desde que era niño, quise ayudar a los demás. Ahora tengo la oportunidad de ayudar a todo el país».
Vestido con un suntuoso traje y corbata, Brunswijk proyecta el aura de un imponente estadista que guía a su empobrecida nación hacia las riquezas petrolíferas de los nuevos yacimientos descubiertos en el mar y mejora la vida de la marginada minoría cimarrona de Surinam.
Se trata de un marcado cambio de imagen para un hombre que solía hacer llover dinero sobre sus seguidores desde un helicóptero y cuya fotografía de la ficha policial se exhibió en carteles de «Se busca» en todo el país durante los años de la dictadura militar de Suriname, que terminó oficialmente en 1988.
Su peculiar historia de vida es, en muchos sentidos, la historia del turbulento viaje de Surinam a través de la crisis económica y la violencia política desde que emergió del dominio colonial holandés en 1975.
«Brunswijk tiene su historia. Podríamos analizar su historia y verla como una barrera», dijo el presidente de Surinam, Chan Santokhi, un exoficial de policía que persiguió a Brunswijk como fugitivo en la década de 1980 antes de pedirle que formaran un gobierno de coalición el año pasado. «Esperamos un futuro mejor porque somos dos dirigentes a quienes se les ha confiado el liderazgo de esta nación», dijo en una entrevista.
Brunswijk nació en una familia de diez hijos en una de las regiones más pobres de Surinam. La familia vivía principalmente del arroz, la yuca y los plátanos que lograban cultivar en suelos arenosos y poco profundos. La carne que ocasionalmente conseguían provenía de animales salvajes a los que Brunswijk y sus hermanos daban caza con machetes.
«La vida no era buena», dijo Agnes Brunswijk, la madre del vicepresidente, en una entrevista fuera de su casa cerca de Moengotapoe. «Pasamos por muchos apuros».
Dijo que el gran tamaño de la familia y los escasos recursos de Brunswijk le enseñaron a temprana edad a compartir con otros, una cualidad que se convertiría en su sello distintivo. Era un niño «travieso», dijo, que peleaba con los niños de los vecinos pero también cortaba leña para los ancianos.
La vida de Brunswijk cambió cuando un sacerdote católico lo eligió -fue el único entre sus hermanos- para que asistiera a un internado ubicado en un pueblo cercano a los 10 años.
«No conocí la electricidad hasta que llegué a la escuela», recuerda el líder político.
Para continuar sus estudios, Brunswijk tuvo que mudarse a Paramaribo, donde Desiré Bouterse, el dictador militar que en ese momento había tomado el poder con la promesa de acabar con la corrupción de los gobernantes poscoloniales, lo reclutó en 1980 para el incipiente ejército nacional.
Brunswijk se destacó por su fortaleza física, lo que lo llevó a convertirse en uno de los primeros 12 paracaidistas de Surinam, y fue enviado para entrenamiento militar a Cuba antes de que Bouterse lo eligiera como su guardaespaldas.
Los dos hombres se volvieron cercanos, pero Brunswijk dijo que su relación se deterioró cuando el dictador comenzó a asesinar a opositores políticos y a tomar medidas enérgicas contra las comunidades cimarronas de mentalidad independiente.
«A la gente cimarrona no le gusta que la presionen», dijo Brunswijk. «Un día dije: ‘Esto está mal’. Ya había sido suficiente».
Desde entonces, esa separación ha definido la historia de Surinam.
Brunswijk dejó el ejército en 1984 y como desertor empezó a construir su fama de Robin Hood: se ganó una condena por asalto a un banco y robo a mano armada, al igual que una gran reputación entre los aldeanos cimarrones por sus generosas donaciones.
Brunswijk ha negado haber cometido esos delitos. Ha dicho que las condenas fueron parte del esfuerzo de Bouterse por desacreditarlo, pues lo consideraba un rival. Sin ofrecer detalles, dijo que sus donaciones provienen del dinero que ganó en una mina de oro.
Finalmente fue capturado por las autoridades, pero logró escapar y huyó a los Países Bajos, donde se unió a los exiliados políticos de Surinam que planeaban derrocar a Bouterse.
Regresó a Surinam en 1986 y desencadenó un levantamiento armado al mando de una fuerza que llegó a tener una tropa de 1200 hombres, en una guerra civil que duró seis años. Lo que le faltaba de experiencia militar y visión estratégica lo compensaba con pura fuerza de voluntad, opinan los veteranos de guerra.
«Tenía un espíritu fuerte», dijo Petrus Adam, un excomandante rebelde, en una entrevista. «No necesitaba pagarle a la gente. Acudían a él, lo obedecían».
Esa fuerza tan variopinta logró paralizar al gobierno y ayudó a iniciar el retorno de Surinam a la democracia. Sin embargo, ese compromiso político se produjo a costa de cientos de muertes y la destrucción de la economía, algo que la joven nación nunca superó por completo.
La guerra también marcó el comienzo de las acusaciones que relacionan a Brunswijk con el tráfico de drogas, ya que los historiadores neerlandeses han afirmado que ambos bandos recurrieron a la cocaína para financiar el conflicto.
En 1999, un tribunal neerlandés condenó a Brunswijk en ausencia por dirigir una red de contrabando de cocaína. Un año después recibió una condena similar en Francia, pero el dirigente ha negado rotundamente cualquier implicación en el tráfico de drogas.
Asegura que su fortuna proviene de las concesiones de extracción de madera y oro que obtuvo después de la guerra. Su primera empresa fue un aserradero, que creó con una subvención empresarial del gobierno neerlandés.
Usó el dinero para incursionar en la política: captó la pequeña pero crucial cuota de los votos cimarrones y se convirtió en una figura muy influyente en el sistema electoral parlamentario de Surinam. El año pasado, fue reelegido al Parlamento y formó un gobierno de coalición con Santokhi, el presidente.
Como político, Brunswijk continuó asistiendo a los surinameses necesitados, pagó facturas médicas, funerales y casas y se ganó la devoción de las comunidades cimarronas.
La ayuda va desde lo extravagante a lo conmovedor. Ha comprado carros nuevos para todo el equipo de un equipo de fútbol local del que es propietario. Pero también ayudó a muchos refugiados a regresar a sus pueblos después de la guerra.
Sus detractores dicen que los donativos solo mantienen a los electores de Brunswijk dependientes, sin ofrecer un camino real de automejora. Pero sus partidarios dicen que la caridad es un salvavidas en un país sin protecciones sociales reales, y peticionarios de todo Surinam acuden a su oficina todos los días.
Ahora, Brunswijk quiere usar su cargo para construir una red de seguridad social en Surinam y llevar infraestructura básica a las comunidades remotas que durante siglos han sido ignoradas por los gobernantes del país.
«Este es un momento histórico, en el que mi aldea natal por fin puede tener electricidad constante», dijo Brunswijk visiblemente conmovido después de encender una planta de energía en Moengotapoe, en diciembre, entre los gritos de alegría de los residentes. «Siempre quise que esto fuera una realidad y, ahora que soy el vicepresidente, al fin puedo hacerlo».