De El Salvador a Texas, migrantes atrapados en el laberinto del asilo de EE. UU.

El Paso, Estados Unidos

Exactamente 146 días después de dejar su hogar en El Salvador, una mujer pequeña de voz suave llamada Yolanda se sienta en un juzgado de Texas para buscar reencontrarse con su hija y su nieto de un año, de quienes fue separada tras cruzar la frontera estadounidense.

Yolanda, quien pidió que su apellido no fuera publicado, es una de los miles de centroamericanos que buscan asilo en Estados Unidos y esperan en México su audiencia ante la justicia.

Desde entonces, la mujer de 46 años ha estado peleando en el opaco y a veces disfuncional sistema migratorio estadounidense, cuyos requerimientos hasta los propios abogados encuentran difíciles de entender.

Cincuenta y nueve días después de entregarse a la guardia fronteriza en El Paso, y 56 después de recibir una cita en la corte, Yolanda se presenta ante el juez Nathan Herbert, un exabogado del Departamento de Seguridad Nacional devenido juez de inmigración hace menos de un año.

Yolanda le dice que ella y su hija recibieron amenazas de muerte luego de ayudar a encerrar al miembro de una pandilla salvadoreña.

«Entramos como familia, pero como ella tiene 19 años y tiene un bebé ya pasó por adulto», dice al juez por medio de un intérprete. «Entonces, nos separaron».

Yolanda fue ingresada en el programa de Protocolo de Protección de Migrantes, más conocido como «Permanencia en México», el último plan para disminuir el flujo de personas que buscan asilo.

Tras nueve días detenida en Estados Unidos, fue enviada «sin ninguna explicación» a Ciudad Juárez, conectada con El Paso a través del Río Grande.

Hay unos 19.000 solicitantes de asilo en ciudades fronterizas de México esperando por audiencias ante la justicia estadounidense, según investigadores, incluyendo al menos 5.000 en Ciudad Juárez.

Retenida en la hielera

El día de Yolanda comenzó en «El Buen Pastor», un refugio en Ciudad Juárez dirigido por una iglesia metodista.

Marta Esquivel, que administra el refugio, cuenta que fue diseñado para albergar a 60 personas. Ahora tiene 120. En su mayoría son centroamericanos, pero también de lugares como Uganda y Venezuela.

«No los podemos dejar en la calle», dice Esquivel.

Yolanda, originaria de un pequeño pueblo en la zona rural de El Salvador, va a la corte con Oswaldo, de 24 años, un salvadoreño que también huye de la violencia de las pandillas.

En el camino, Yolanda llama a su hija Daniela, que ahora vive con un familiar en California.

Su nieto pequeño, Matías, tuvo fiebre cuando estuvo en un centro de detención que los migrantes llaman «la hielera», para el que el propio organismo de vigilancia del Departamento de Seguridad Nacional estadounidense recomendó medidas «inmediatas para aliviar el peligroso hacinamiento».

Yolanda describió a sus guardias como matones de mal genio.

Cuando Daniela y Matías fueron liberados, tomaron un vuelo a California, pero el niño todavía tenía tanta fiebre que el piloto hizo un aterrizaje de emergencia en Denver. Allí fue llevado de urgencia a un hospital donde pasó dos semanas recuperándose.

«Ya está mejor, pero ahora tenemos que pagar el hospital», dice Daniela a su madre.

Con lágrimas cayendo por sus mejillas, Yolanda le dice a su hija que seguramente volverá a ser detenida tras la audiencia. «Si me llamas y el teléfono suena apagado, es que ya estoy encerrada».

Abogados colectivos

Justo antes de las 9 de la mañana, Yolanda y Oswaldo llegan al puente del Paso del Norte y se unen a otros centroamericanos que se dirigen a la misma audiencia.

Un grupo de abogados estadounidenses probono los guían, diciéndoles -sobre el ruido del tráfico- qué esperar.

En El Paso, los agentes de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) los registran y toman sus huellas dactilares.

Luego se los llevan en camionetas al juzgado federal donde los solicitantes de asilo, 28 en total incluyendo niños, son guiados a una sala de espera.

La luz intensa se refleja en el suelo de baldosas y en las paredes grises. Hay un silencio absoluto; no hay televisión ni charlas telefónicas. Los guardias le dan a cada persona un sándwich, una bolsa de papas fritas y una botella de agua.

Llegan los abogados probono, incluidos dos que volaron desde Seattle porque los recursos locales están colapsados.

Dado que el tiempo no alcanza para ofrecer ayuda individual, la abogada Taylor Levy se dirige al grupo: «Pueden solicitar ser deportados y volar de regreso a su país», les dice. Pero nadie acepta.

13 páginas en triplicado

El de Yolanda es uno de los últimos casos del día para el juez Herbert. Le cuenta sobre amenazas, su hija y su nieto.

«En base a lo que me ha dicho, usted es elegible para asilo», dice Herbert.

El siguiente paso es llenar el formulario I-589 de 13 páginas, una solicitud de asilo. Por triplicado y en inglés.

Todos los documentos de soporte deben imprimirse, las grabaciones deben traducirse y transcribirse, y todo deber ser presentado en la próxima audiencia, 47 días después.

Herbert pregunta si Yolanda ha sido víctima de un crimen o abuso en Estados Unidos.

«Sí, cuando me entregué. Cuando uno es inmigrante lo tratan a uno como animal».

Herbert se estremece ante su respuesta.

Yolanda también le dice que tiene miedo de regresar a México.

Muy bien, dice el juez, puede hablar mañana por teléfono con un agente de inmigración y explicar sus razones.

A punta de pistola

En su llamada telefónica, Yolanda dice que su primera parada en Ciudad Juárez fue en un refugio donde un día irrumpieron hombres con rifles automáticos.

Habían recogido a dos inmigrantes afuera y les dieron una paliza sangrienta, alegando que eran contrabandistas que invadían su territorio.

«Golpearon a la gente con sus fusiles», recuerda Yolanda, temblando. «Apuntaron a la pastora y le pusieron una bolsa de plástico en la cabeza a su hija».

Ciudad Juárez es una de las urbes más violentas de México, con 1.247 homicidios en 2018.

La historia no conmovió y Yolanda fue enviada de regreso a México.

No podrá hacer mucho allí: los funcionarios estadounidenses retuvieron su identificación salvadoreña hasta la próxima cita en la corte, dejándola en el limbo, sin poder trabajar.

«Ya me decepcioné», se sincera. «No le dan oportunidad a uno».

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