Acompañan en el dolor, resuelven urgencias, escuchan quejas, reúnen donaciones, organizan la ayuda. Afincados en los barrios marginados de Buenos Aires, los curas villeros son verdaderos directores de orquesta de la solidaridad y su rol creció tanto como las carencias en medio de la pandemia.
«Para ser cura villero una de las claves es vivir en el mismo barrio en el cual trabajamos. Somos vecinos, y eso le da una envergadura a nuestra misión», dice Lorenzo de Vedia, para todos el padre Toto.
Este cura futbolero y peronista es desde 2011 el párroco de la capilla de la Virgen de Caacupé de la Villa 21 que, junto con la Zavaleta, forman una extensa barriada popular en el sur de la capital.
Allí viven unas 80,000 personas, de las cuales unas 2,500 se contagiaron de coronavirus.
«La cuarentena y la pandemia ponen de manifiesto realidades de siempre que se profundizan. Se visibiliza la injusticia estructural, los problemas de infraestructura, pero al mismo tiempo crece la solidaridad, cosa que está en el ADN de los villeros», dice a la AFP.
Unas 163,000 personas viven en las villas de emergencia de Buenos Aires, poco más del 5% de su población, según el censo de 2010.
Intendencia del barrio
El cura no tiene respiro. «La parroquia es un poco la intendencia del barrio: lo mío es atender un montón de complejidades, gente que no tiene para pagar el alquiler, que se le acabó la garrafa de gas, que se le incendió la casa, que se le inundó la calle. Algunos que antes no pedían y ahora sí», dice.
Como todos los mediodías desde que cerraron los comedores comunitarios, numerosos vecinos forman fila frente a la capilla, con barbijo y respetando la distancia, a la espera de las viandas.
Al lado, el jardín de infantes se transformó en un centro de acopio y entrega de alimentos para otras 700 familias. La alcaldía de la ciudad manda comida no perecedera. El padre Toto se impacienta y se las ingenia para agregar a la dieta carne y verduras.
«La presencia del Estado es insuficiente y desordenada. Somos nosotros los que tenemos que estar recordándole lo que hay que hacer y muchas veces suplirlo», asegura.
Al principio del confinamiento que arrancó el 20 de marzo en Argentina, el padre Toto fue uno de los curas villeros recibidos por el presidente Alberto Fernández. «Nos sentimos escuchados», afirma.
Algunas jornadas son más duras. Al regreso de acompañar a una familia al cementerio, lo espera una mujer joven a quien le entrega las cenizas del esposo que acaba de morir mientras ella estaba internada por covid-19. Recibe una llamada y el padre Toto pedalea en su bicicleta hasta el hospital Penna, donde falleció otro vecino.
Su manera de protegerse, dice, es el sentido del humor y la amistad. «De la villa, trasciende la droga, la violencia, la pobreza, lo árido, pero acá también está a flor de piel una carga de calidez y de afectuosidad», sostiene.
«No somos superhéroes»
Al norte de la ciudad, crece el Barrio Carlos Mugica, más conocido como Villa 31, de unos 45,000 habitantes. Su parroquia Cristo Obrero es emblema de los curas villeros, un grupo conformado en 1969 al calor del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo.
Su labor ha sido exaltada por Francisco, el papa argentino, quien los frecuentaba cuando era arzobispo de Buenos Aires y hace poco les envió un mensaje de aliento.
«Quiero estar cerca de ustedes en este momento que sé que la están peleando con la oración y los médicos», les dijo el papa a los curas villeros.
Al frente de la parroquia, de las capillas, del club, del centro comunitario y del hogar de recuperación para adictos está el cura Guillermo Torres. A sus 55 años viene de recuperarse de covid-19.
«Los curas villeros no somos superhéroes. Construimos con la comunidad una red solidaria», dice a la AFP.
En cuarentena, el padre Guillermo impulsó un relevamiento casa por casa que contabilizó 800 ancianos del barrio para asistir.
En el Centro Barrial Carlos Mugica se acopian donaciones, así como bidones de lejía y de agua. Un vecino estaciona su camioneta que servirá para el reparto. El cura y varios colaboradores cargan cajas de alimentos no perecederos.
La camioneta avanza dentro de la villa entre callecitas de tierra y piedra cada vez más estrechas. Griselda, una catequista paraguaya de 25 años, acerca las cajas a cada casa. En otro sector reparten Paola y Gabriela, ambas madres de varios niños, que se las ingenian para además atender sus propios merenderos.
«Cuando nos preguntábamos cómo afrontar la pandemia, apareció la solidaridad», destaca el padre Guillermo. «La contención comunitaria es impresionante, no solo la Iglesia, hay muchas ollas populares, organizaciones sociales, por eso no explotó nada».