Los más altos cargos públicos están revestidos de poder y prestigio. Si los funcionarios cumplen con su labor de servicio, con eficiencia y honestidad, el prestigio se incrementa y se produce un reconocimiento social que enorgullece. Lamentablemente, en nuestra historia reciente se repiten ejemplos de lo contrario: Funcionarios que se sirven del puesto, en vez de servir a la Nación.
En nuestro sistema republicano hay tres cargos que están por encima de los demás. Se trata de las presidencias de los organismos del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. El presidente de la República y el presidente del Congreso suelen ser parte de la clase política que, durante las últimas décadas, ha venido construyendo una plataforma en la que controlan el poder, se anulan los pesos y contrapesos, al tiempo que se promueve el uso y abuso del poder, en un marco de impunidad.
Hasta hace poco más de un año se podía decir que existía escasa fiscalización de los poderes del Estado. Un sector de la prensa —la independiente— cumplía con ese rol tan necesario, pero no había suficiente eco en la sociedad, y las instituciones encargadas de ello brillaban por su ausencia. La justicia estaba ausente y la impunidad imperaba.
La ventaja es que el sistema de justicia ha principiado a cambiar el esquema y las acciones del Ministerio Público y la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) han provocado reacciones positivas tanto en el orden social como institucional. En la actualidad hay más exigencia de transparencia y se combate la corrupción.
No son nuevas las denuncias de corrupción en el Congreso de la República y sus presidentes. Los casos se han repetido, pero ahora se presenta toda una galería de personajes que han pasado por la presidencia del organismo y han dejado una huella de corrupción significativa.
El problema ha sido que quienes llegan a ese alto cargo —que debiera estar revestido de dignidad— suelen ser parte de la clase política que está hoy tan cuestionada. Como ha sucedido con exgobernantes —Alfonso Cabrera, Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti específicamente—, varios expresidentes del Organismo Legislativo han sido señalados o enfrentan procesos judiciales. Otros, con mejor suerte, solo son señalados, hasta el momento, por acciones de irresponsabilidad. Sin embargo, quienes han pasado por ese cargo, de un tiempo a esta fecha, han sido o han permitido acciones que están absolutamente alejadas de la transparencia y podrían ser perfectamente tipificadas como acciones corruptas.
En particular, hay que destacar el caso de la creación u otorgamiento de plazas para los diputados. En un evidente afán de traficar influencias, los diputados han podido optar a contrataciones —reales o fantasmas—, a cambio de favores que tienen que ver con el compromiso de votar a favor o en contra de determinados proyectos legislativos.
La CICIG destapó esta práctica, que era de conocimiento público, con el caso del expresidente Pedro Muadi, porque se comprobó que él mismo se benefició con dichas plazas. Sin embargo, es seguro que ninguna administración podría soportar una investigación profunda en todas sus contrataciones.
La mediocridad de la última legislatura, bajo la pobre conducción de Luis Rabbé, ha sido una gota que colma un vaso lleno de porquería e incapacidad. Se ha desgastado el cargo, la institución de la Presidencia del Congreso. Ahora, Mario Taracena intenta un rescate, pero la tarea es digna de ser incluida en la lista de la saga de Misión Imposible, simple y sencillamente, porque se sigue bajo el dominio y directrices de esa clase de políticos que se resiste a cambiar, porque quiere seguir abusando de su posición. La historia está en desarrollo, y esa es la parte interesante de todo lo que vemos que está ocurriendo.
La falta de una reforma auténtica al sistema de partidos políticos es la confirmación de la resistencia que hay al cambio y a dejar atrás el statu quo de la corrupción y el abuso del poder.