En la actualidad, la mejor forma de inviabilizar una propuesta es meter en la olla la mayor y dispersa combinación de ingredientes. Ello ocurre (quizás cuando se publique esta columna haya sucedido) con la propuesta de reforma constitucional en justicia. Por más que 50 diputados hayan firmado la iniciativa, era evidente que eso no garantizaba nada. Poco a poco aparecieron las tácticas, que fueron desde los cuestionamientos, pasando por los planteamientos de enmiendas a más no poder, hasta las oposiciones a todo el paquete. El propósito, indistintamente del medio, es lograr que la propuesta no logre ver la luz. Para que el barco se hunda solo basta que se le cargue por encima del límite de carga, tarde o temprano ocurrirá lo inevitable.
Para que el proyecto tambalee, la clave está en tocar los temas torales. A muchos de los diputados poco les importa que esos ejes sean más que la columna vertebral de la propuesta de la reforma. Son los componentes sobre los que reside la base de representatividad. Pluralismo jurídico, separación de funciones jurisdiccionales y administrativas, desaparición de las comisiones de postulación y sustitución por el Consejo Nacional de la Justicia, son partes claves que han sido promovidas de tiempo atrás por amplios sectores sociales y académicos. Ir contra ello implica traicionar el pilar fundamental sobre el que se basa la presencia de los diputados, la representación política. Eso significa que si la propuesta no pasa, la enorme factura de sus implicaciones deberá ser pagada por quienes se nieguen a ella, ya que han priorizado abanderar intereses, miedos e infundios particulares; dejando de lado los posibles beneficios y transformaciones que ocasionaría la implementación de las reformas. Además, cabría deducir responsabilidad hasta de carácter legal; pero se podrá ver un poco más adelante. Quedará en evidencia que los integrantes del Congreso apelan y están comprometidos con el racismo, la impunidad y sus diversas expresiones, la continuidad de las injusticias.
Como claro indicador de la degradación de los partidos políticos, la mayoría de fuerzas ni siquiera ha llegado a plantear lo que en 1999 hicieron el PAN (un partido con mucha mayor fuerza del actual) y el FRG, los cuales, a pesar de sus evidentes negativas al contenido de la reformas, al menos cumplieron con las formalidades necesarias para que la propuesta llegara a la etapa de la consulta popular; aunque ambos llevaron a cabo diversas maniobras para incrementar el número de artículos a reformar (50). Los partidos de esa época y los de ahora no se comprometen con nada beneficioso para la sociedad; eso no les acarrea incentivos concretos y a corto plazo. Por ello, en esencia las reformas poco les importan a los partidos y sus integrantes. Lo que en realidad interesa es mostrar músculo, demostrar que pueden oponerse a un proyecto esencial donde el MP, CICIG y PDH han empeñado un especial compromiso y diversos esfuerzos. Oponerse implica poner en su lugar a los principales artífices de los cambios en las correlaciones de poder, a los responsables de poner contra las cuerdas a un enorme muestrario de impresentables que hace menos de dos años eran intocables, todo poderosos. Ese cambio no debe continuar, y detener o alterar el contenido de la propuesta, vista como una primera gran victoria, muestra de resistencia y la vitamina necesaria para continuar el proceso regresivo.
Guatemala sigue siendo una sociedad desgarrada, ahora de lejos por el conflicto interno, pero sí por sus consecuencia. Lo que ahora sucede evidencia que siguen vigentes las fuerzas de resistencia, a los que el país les importa un comino; una sociedad donde aún persiste el esquema de administración y toma de decisiones a partir de visiones únicas, deterministas, centralizadoras que se acatan y punto. Hoy apelan al diálogo, la información a todos, el debate, el respeto a los procesos, precisamente los mismos (o sus representantes del momento) que otrora y con vehemencia se han comprometido en la ruta contraria. Nada más incoherente.