Buscadores de oro destrozan sitios antiguos en Sudán

Hace un mes, cuando cinco arqueólogos y policías llegaron al sitio de Jabal Maragha, en el desierto de Sudán, para una visita de rutina, creyeron que se habían perdido. No había nada. Los buscadores de oro lo habían hecho desaparecer.

Intrigados por el ruido de los motores en medio de este desierto, de Bayuda, ubicado a 270 km al norte de Jartum, descubrieron dos retroexcavadoras en plena tarea. Habían cavado una enorme muesca de 17 metros de profundidad y 20 de largo. 

«Tenían un solo objetivo al cavar aquí: encontrar oro y para ganar tiempo utilizaban las retroexcavadoras», explica, contrariado, el arqueólogo Habab Idris Ahmed, que había trabajado en 1999 en este sitio. 

La tierra ocre está surcada de marcas de neumáticos, algunas más profundas. Son de los camiones que transportan el equipamiento para horadar la tierra.

De este sitio, perteneciente al periodo meroítico (350 a.C.-350 d.C.), que habría sido una vivienda o un puesto de control, no queda casi nada. 

«Excavaron en profundidad porque el suelo está compuesto de capas de arenisca y pirita y, como esta roca es metálica, su detector sonaría. Pensaban que el oro se encontraba más abajo«, explica Hatem al Nur, director de Antigüedades y Museos de Sudán. 

Cerca de la monstruosa «trinchera», sobre piedras de arenisca talladas en cilindro y dispuestas como columnas, los «ladrones de oro» levantaron un techo rudimentario para utilizar el lugar como comedor.

«Imaginario»

Pero la sorpresa no terminó allí. «Llevados a la comisaría, los cinco excavadores fueron liberados unas horas más tarde e inclusive recuperaron su equipo», dice molesto Mahmud al Tayeb, ex inspector de Antigüedades. 

«Deberían haber sido detenidos y las máquinas confiscadas. Existen leyes«, añade este profesor de arqueología de la Universidad de Varsovia, convencido de que el verdadero culpable, el patrón, es alguien con el brazo largo.

Para el director de las Antigüedades, no se trata de un caso aislado, sino de un saqueo sistemático de sitios arqueológicos, como en la isla de Sai, con 12 km de largo, entre la segunda y la tercera catarata del Nilo. 

Allí, sobre centenares de tumbas de todas las épocas, incluso de la prehistoria, muchas han sido destruidas o dañadas por los buscadores de oro. 

De hecho, éstos siempre han existido en Sudán, tercer mayor productor de oro de África, tras Sudáfrica y Ghana.

La venta de oro le supuso al Estado 1,200 millones de dólares (unos 1,015 millones de euros) de ingresos en 2019, según datos del Banco Central. 

Pero estos buscadores se han profesionalizado. «Pequeño, en Omdurman, (cerca de Jartum), después de las inundaciones, vi a los habitantes acercarse a las orillas del río con tamices. Encontraron oro. pero en pequeñas cantidades», comenta Tayeb. 

Después, a fines de la década de 1990, los lugareños vieron a los arqueólogos utilizar detectores para sus trabajos de investigación. Y estaban convencidos de que buscaban oro. 

«Cada vez que comenzábamos una excavación, se acercaban y nos preguntaban si habíamos encontrado oro. En el imaginario popular, a veces los sitios arqueológicos son sinónimo de oro, Esto es a causa de viejas historias», explica.

«No es una prioridad»

Las civilizaciones antiguas de Sudán erigieron más pirámides que las de Egipto, no obstante siguen siendo en gran parte desconocidas. El sitio arqueológico de la isla de Meroe, a unos 200 km de Jabal Maragha, está declarado por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad. 

Algo que es catastrófico para el patrimonio sudanés es que los funcionarios locales fomentan a los jóvenes desempleados a que prueben suerte buscando tesoros, y que los inversores ricos están utilizando equipos pesados. 

«Sobre los mil sitios arqueológicos más o menos conocidos en Sudán, al menos un centenar han sido destruidos o dañados por los buscadores de oro. Hay un solo policía para 30 sitios y no tiene cualificación, equipo de comunicaciones ni un medio de transporte adecuado», se queja Nor.

Como verdaderas hormigas, en centenares de lugares distantes entre sí, en cementerios y templos, la gente excava buscando mejorar su vida cotidiana, en un país en medio de una enorme crisis económica y muy golpeado por conflictos étnicos y tribales. 

Para Tayeb, «la situación está por completo fuera de control. La verdadera interrogante es a qué punto el Estado desea preservar el patrimonio. Pero, está claro que no se trata de una de las prioridades del gobierno».

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