Desde tiempos inmemoriales, el hombre se ha organizado en sociedades, de las cuales han surgido liderazgos que llevan a algunos a gobernar poblaciones, territorios o naciones. Los títulos fueron variando a lo largo de la historia, hasta llegar a sociedades mejor organizadas bajo el concepto de monarquías e imperios, que tuvieron a reyes y emperadores como sus máximos exponentes.
Es en el siglo XVIII, con la Revolución Francesa (1789), cuando el mundo principia su transformación política y camina paulatinamente hacia las repúblicas como hoy las conocemos y a un sistema político en el que el poder debiera provenir del pueblo: la democracia participativa.
La monarquía ha subsistido en algunos países, pero sin la fuerza y privilegios que tenía con anterioridad, al extremo de que el poder político se ha trasladado a los parlamentos y gobernantes –primer ministro o presidente de gobierno–, a cuyos cargos solo se accede por medio del voto popular.
En el siglo XX, el común denominador de la mayoría de gobernantes del mundo es que eran militares –casi siempre dictadores o gobernantes de mano dura– o políticos de carrera. Con el fortalecimiento de las democracias y las libertades ciudadanas, los militares fueron quedando al margen del poder, precisamente por el autoritarismo. Los políticos, en cambio, ganaron espacio porque representaban –y así debiera ser– las diferentes corrientes de pensamiento de los pueblos. Ya así, el ganador de las elecciones es reconocido como referente de las mayorías de un país, con legitimidad y representatividad para gobernar.
Pero así como los militares se desgastaron y desprestigiaron su papel de gobernantes, lo mismo le sucede ahora a la clase política. El poder no solo corrompe, sino que, lamentablemente, suele obnubilar (deslumbrar, ofuscar, fascinar) a quienes llegan a los cargos más altos de un país. Por supuesto que esto sucede más en sociedades subdesarrolladas políticamente, como es el caso de Guatemala.
En otras latitudes, la fuerza de la justicia, el funcionamiento de las instituciones y la madurez de las fuerzas políticas permiten que haya políticos de carrera serios y podríamos decir que profesionales, aunque en nuestros días hay mucho cuestionamiento en general. Eso produce gobernantes que, aunque no siempre resultan de lo mejor, al menos responden más al bien común que a sus intereses particulares, porque esto, hay que decirlo con claridad, es rechazado en todas partes. Los abusos y la corrupción son castigados social y legalmente.
La mayor parte de los últimos 70 años, nos ha tocado bailar con la más fea –una clase política mediocre y corrupta–, con muy raras, pero valiosas excepciones. Lo curioso es que quienes se han presentado con mejores credenciales, quienes tienen habilidad de discurso (picos de oro) –cualidad que siempre se busca en un buen político–, suelen resultar los fiascos más grandes.
Algunos han logrado hábilmente esconder bajo una personalidad dura su amor por los negocios gigantescos; otros se vuelven ladrones de vueltos, mientras otros terminan arrastrados por la ambición de riqueza.
Ser presidente no siempre termina bien. De los siete presidentes electos desde 1985, uno está en el exilio (Jorge Serrano), otro estuvo preso en Guatemala y Estados Unidos, por ladrón y lavar dinero (Alfonso Portillo), mientras uno más está en la cárcel por corrupción (Otto Pérez), y no sé qué sucedería si algún día se investigara la forma como se privatizaron los bienes del Estado en el pasado, porque transparencia nunca hubo.
Eso, si vemos una mano. En la otra se muestra una situación desgarradora, porque los políticos han sido incapaces –si es que alguno tuvo la intención– de combatir la pobreza y mejorar las condiciones de educación, salud o seguridad. A lo sumo, resultaron buenos para mantener estable la macroeconomía del país, pero eso casi siempre es producto de las políticas aconsejadas, que no provienen de ellos o sus partidos, sino de técnicos.
Por eso hay que reflexionar. Ya no se pudieron hacer cambios al sistema político para estas elecciones, lo cual hubiera sido loable, pero al menos hay que pensar en el futuro bastante inmediato. Se debe cambiar esa nata de políticos que mantiene el control y poder en el país, y hay que hacerlo por la transformación de los partidos, el fortalecimiento de las instituciones y el cambio generacional de la clase política.
Los grandes movimientos ciudadanos son los únicos que impulsan cambios de fondo. Aquí no debe detenerse el movimiento que comenzó en abril. Hay que continuar y demostrarle a los políticos, que están en el poder –gobernantes, diputados y alcaldes–, que el auténtico poder radica en el pueblo y no en el que ellos tienen y desean continuar manipulando.
Soy terco con insistir que si no cambiamos el sistema político –partiendo de la ley– de la manera correcta, nunca veremos una mejora en el país. Por eso, ¡detengamos la aprobación de la Ley Electoral! Hay que hacer una nueva, pero fuera del Congreso, que ellos solamente la aprueben.
El poder no solo corrompe, sino que, lamentablemente, suele obnubilar (deslumbrar, ofuscar, fascinar)…