El caballo bayo —blanco amarillento como el tupé de presidente electo de EE. UU.— es el de la muerte, con ojos transparentes como topacios quemados, según San Juan.
¿En cuál de los caballos apocalípticos montará realmente, durante su reinado, Donald Trump?, esa es la pregunta que el horrorizado Triángulo Norte de Centroamérica se formula, trémulo, desde el momento mismo en que su triunfo fue conocido estrepitosamente.
A mí su victoria arrasadora no me extrañó para nada. Muchísimas veces los laureles caen por razones que se desatienden, pero que tienen peso a lo largo de los años. La dialéctica funciona, de cuando en cuando, porque uno de los dos extremos del péndulo histórico de Vico se ha llenado de insoportable saturación. Hasta el amor cansa cuando es el mismo, con perdón de los tradicionalistas y conservadores. Así es la realidad. Mucho tiempo tenían ya los republicanos entronizados…
La siguiente causa que me llevó a oler que la desgracia de Mrs. Clinton fue de género. Y, por lo mismo, la victoria de Donald. América, como dicen abusivamente los gringos, no estaba aún preparada para ser gobernada por una mujer. América es machista, evangelista-luterana-puritana y mayoritariamente conformada por gente aria, analfabeta funcional y de clase media, y medio ignorante. Estamento que le dio realmente el triunfo a Ronald y que espera —con ello— un resarcimiento económico. ¿Y cómo no?
Pareciera —pero es pura apariencia, valga el pleonasmo— que América es liberal en el sentido más amplio del término. Y no es así. Los estadounidenses —de las poblaciones del inmenso Centro de los Estados Unidos— se siguen escandalizando por cualquier cosa y pueden ser tan puritanos como los navegantes que llegaron en el May Flower. Ellos son millones de millones y pudieron —antes— tal vez haber votado en un momento de debilidad por un negro. Pero puede que les sea completamente imposible realizar el mismo acto por una señora, que para ellos es un ser de cabellos largos e ideas cortas. En el profundo Estados Unidos —en parte descrito por Faulkner— las cosas referentes a la moralidad y las tradiciones han evolucionado poco. No es feminista.
Y, aunque parezca inaudito, el machismo de Donald es, en cambio, muy empático para otro enorme sector de los votantes de América. Donald encajona o etiqueta a la mujer como un divino objeto modernista, un bibelot, un maniquí deslumbrante que cobra vida artificial y artificiosa en las Barbies que colecciona y, que después de usarlas, las ducha y las coloca en el nicho oloroso de sus gabinetes de malaquita y marfil.
Trump es paradigma, asimismo —por sus 4 mil millones de dólares— para muchos hombres estadounidenses, y también latinoamericanos, que estiman que, el dechado Donald, es apetecible y digno de emular. Y yo creo que sí. Aunque no sea cristiano pero sí neoliberal.
Mas dejemos para otra columna, las causas psicológicas y culturales del triunfo avasallador de Donald. Y dediquemos, lector, siquiera unas líneas, a comentar en volandas el lapso de terror que está produciendo ¡en muchos!, la próxima asunción del presidente electo de los Estados Unidos.
Las promesas de campaña presidencial no funcionan lo mismo en Guatemala que en Estados Unidos. Jimmy, por ejemplo, juró en campaña, respetar la división de los poderes del Estado. Y al nomás comenzar su cacicazgo ya había hecho engrosar su partido —en el Congreso— hasta convertirlo mañosamente en el mayoritario. Ahora mismo ha colocado una nueva directiva —en ese poder estatal— compuesta a su gusto y al de su juntita. Aquí no funcionan las promesas de campaña, ¡pero en los EE. UU., sí! Se convierten en sólidos puntos del programa presidencial.
El más sensible de esos puntos, para nosotros los guatemaltecos, y por ello lo menciono arriba, es el jinete —y su caballo bayo— del Apocalipsis. Porque en eso se puede convertir Donald y más pronto de lo que creemos.
¿Y si eso fuera así, se han puesto a pensar, guatemaltecos, en las con secuencias que una diáspora —al revés— podría tener? En todo caso hay que volver a reconocer que tampoco Obama fue bondadoso con nuestros connacionales —en el exilio— forzados por la miseria nacional a huir de la hambruna que nos angustia y desespera.
Unos tres millones de compatriotas viven en América (para los americanos de Estados Unidos). Y, por lo menos, dos millones de ellos subsisten al margen de la ley. Si de veras Donald lanza su caballo bayo de ojos transparentes como topacios oscuros y nos envía a toda esa gente ¡en las condiciones de miseria que ya está el país! Guatemala se hundirá todavía más.
¿Dónde cabrían? ¿En qué casas habitarían? ¿Qué comida podría brindárseles si ya no hay para los 19 millones que somos? Fuera de actitudes pesimistas e hiperbólicas, para nosotros sería realmente el Apocalipsis que pesadilló San Juan.
Donald, por otra parte, ha prometido acabar con el EI (Estado Islámico), con Corea del Norte y su nuclearización y amagos con bombas atómicas; y ponerle las peras a cuatro a toda la Unión Europea con la ayuda sutil y discreta del Reino Unido, que ya ha comenzado a hacer lo propio con el Brexit. Y yo creo que estas tres cosas sí que las hará Donald contra viento y marea. ¿Y por qué no, asimismo, la expulsión de los nuestros?
El horrible broche de oro de todo ello —referido a Guatemala— sería también la supresión de las remesas que envían los emigrados a sus familiares. Como todos sabemos, ellas constituyen un sostén fundamental de Presupuesto y del Erario y de la disponibilidad, internamente, de la divisa estadounidense. Que el Padre nos coja confesados.