La historia política nacional está plagada de excentricidades, contradicciones, eventos tragicómicos y dinámicas cimarronas. Toda esta saga, marcada por la conducción errática de unas élites dominantes que evidencian un acervo precario, una avaricia inconmensurable y una miopía política que termina disparándoles en su propio pie.
Los orígenes mismos de la República de Guatemala están impregnados de este pecado original. Una independencia fraguada a espaldas de la población y diseñada por la familia Aycinena y que se conoce como el Plan Pacífico de Independencia.[1] Las élites, pudiendo impulsar una verdadera independencia, optan por un simulacro carente de base popular por lo que, dada su debilidad como clase dominante, tienen que acudir al imperio mexicano de Itubirde, y de forma vergonzosa, anexan el territorio recién “liberado”, el 5 de enero de 1822. El sueño imperial dura poco (1 de julio de 1823), pues Agustín de Iturbide sucumbe ante la grave crisis política mexicana y las graves diferencias entre liberales y conservadores, dan una muestra inicial de desunión elitaria, la que continuaría a lo largo de la historia, de la Federación de Provincias Unidas de Centroamérica primero y luego la República de Guatemala, fundada el 21 de marzo de 1847. En el origen está el pecado; élites desunidas y miopes, empiezan a conducir y dominar de forma torpe. La constitución misma de la República se da después que TODOS los países centroamericanos ya se han declarado independientes. La proclama guatemalteca se da entonces, por default, porque ya no había más Provincias Unidas de Centroamérica.
Pero la historia de contradicciones continúa con la Reforma Liberal, cuyo adjetivo deriva en mote, pues los verdaderos liberales: Lucíos, Montañeses y el grupo del Mariscal Serapio Cruz[2], fueron abatidos por el régimen conservador de Rafael Carrera. En consecuencia, los liberales de la Reforma de 1871, resultaron ser conservadores disfrazados de liberales. Las élites –nuevamente– desaprovechan un nuevo impulso para el país y optan por una vía de desarrollo conocida como Junker (netamente finquera), en lugar de la más moderna, flexible y democrática para la época, llamada Farmer. La clase dominante se encarama en la estructura colonial y se vale del trabajo forzado, las prebendas fiscales y un conservadurismo del peor cuño. En lugar de crear una burocracia calificada y eficiente, optan por la colocación de familiares y amigos en los puestos públicos para garantizar su dominio en los negocios por medio del Estado.
Hasta la última dictadura cafetalera (1944), las élites ultramontanas tienen el control absoluto del Estado. Su dinámica de exención y expoliación, dista de ser capitalista, pues el país sigue conviviendo con formas antediluvianas de producción e intercambio. El control absoluto para nada los impulsa a generar cambios y una verdadera sostenibilidad en el sistema.
Con la Revolución de 1944, las élites se dividen y un buen grupo apoya el movimiento revolucionario. Pero pronto volvieron a su naturaleza ultra conservadora, pues más temprano que tarde hicieron alianza con los intereses foráneos y el imperialismo norteamericano. Ese apoyo a los sectores contrarrevolucionarios, postergó una vez más un desarrollo nacional moderno y autónomo, dejándoles en posición de “burguesía de servidumbre”, es decir, una clase dominante que no es hegemónica y que por ello privilegia la fuerza y que, además, cede su propia autonomía en beneficio de los intereses geopolíticos y económicos norteamericanos.
La miopía empieza a ser la guía permanente de la actuación política de las élites económicas y el control absoluto que antes tenían, cedió primero a fuerzas extranjeras y luego a un ejército que se rebeló y exigió sus propias cuotas de poder. Luego la “clase política”, que estas mismas élites crearon, termina volteándose mediante la extorsión y el chantaje, y termina erigiéndose en capital emergente que poco a poco va tomando distancia del financiamiento tradicional. La alianza forzosa con los militares, cuya dictadura duró de 1954 a 1985, llega su fin, no por decisión propia sino por las presiones de un mundo cada vez en menos sintonía con los anacronismos y ejercicios ultramontanos del poder criollo en la ex Capitanía General. La economía más grande de Centroamérica va cediendo liderazgo, ante el empuje de otros países que optaron por formas más inteligentes de desarrollo (El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá).
Las élites económicas continuaron financiando los distintos procesos electorales, en alianza cada vez más estrecha a grupos fuera de su esfera natural. Poco importó ya la falta de “pedigree”, pues los intereses inmediatos y miopes, así como la necesidad de acumulación fácil y espuria de riqueza, terminaron imponiéndose. Ya bien entrado el siglo XXI, optaron por opciones militares de nuevo (Otto Pérez Molina), tomando distancia cuando ya era muy tarde, pues el Imperio ya tenía decidido la defenestración del que fuera su agente.
La élite económica guatemalteca es quizá la más retrógrada del continente. Su desprecio por la formación académica, su poco o inexistente gusto por las artes, la literatura, las ciencias sociales, así como una concepción caricaturesca de la Historia, terminan por pasarles una factura onerosa, que no logran atisbar en el largo plazo. Su reciente apoyo al desgobierno actual, demuestra que no han aprendido nada.
La crisis política, social y económica que se cierne sobre el país, en el corto y mediano plazo, amenaza no solo la supervivencia de las mayorías sino la propia situación de privilegio y dominación de las élites. Aplaudir el oprobioso acuerdo firmado por las presiones de Trump, desnuda esa miopía de la que vengo hablando y que tiene su asidero en la vergonzosa historia que nos acompaña desde el siglo XIX. Ya se verá si esos aplausos continúan cuando la grave crisis confabule en su contra.
José Alfredo Calderón E.
Historiador y observador social
[1] Diseñado en agosto de 1821, un mes antes de la independencia que todos conocimos en la Escuela. Por encargo de la familia Aycinena, participan en su redacción: los hermanos Mariano y Juan José de Aycinena, Pedro Molina, Mariano de Beltranena y José Francisco Barrundia. Dicho escrito fue encontrado en los archivos de la familia Aycinena por el periodista e historiador guatemalteco Enrique del Cid Fernández. Fue publicado íntegro por primera vez el 14 de septiembre de 1963, en el diario El Imparcial.
[2] Estos grupos pregonaban la abolición de aranceles a los estancos del alcohol y el tabaco, entre otras demandas.