«¡A Rimbaud lo tuteo, lo llamo Arthur!». Bernard Colin, cuidador desde hace 37 años del cementerio del Oeste, en Charleville-Mézières, en el noreste de Francia, vela fielmente por la tumba del poeta y recoge concienzudamente su «correo».
Incluso 127 años después de su muerte, el poeta francés continúa recibiendo cartas en el buzón amarillo «vintage» instalado a su nombre en la entrada del cementerio más viejo de la ciudad.
«Al menos dos o tres por semana», se sigue sorprendiendo Colin.
En su vivienda con aires de pequeña mansión neogótica que vigila el acceso al cementerio, Colin guarda religiosamente en cajas de zapatos esos testimonios de afecto y admiración enviados desde el mundo entero.
«La cosecha de seis meses», dice, abriendo tres cajas apiladas en un cajón en el lavadero.
«A mi Rimbange [ángel Rimbaud]. Tuya toda la vida», proclama una enamorada. «Rimbaud, incluso si ya no estás aquí, que sepas que te amaré toda mi vida», escribe otra, mientras que una tercera carta promete al poeta «el cielo y el alba».
Algunos versifican, como este autor anónimo: «Pésame sentido, amor devastado, que tu alma repose en paz en este mundo rechazado».
Otros se ponen insistentes, como este también anónimo, que espera encontrar a Rimbaud. O una tal Allison: «Soy admiradora tuya pero nunca tuve respuesta a mis cartas. Empiezo a impacientarme».
«Que este correo te llegue», concluye con ardor una última carta extraída de una de las cajas.