Las ranas son anfibios. Los anfibios son todos aquellos seres -batracios- que requieren de agua para reproducirse, normalmente por medio de huevos que uno encuentra, ya sea flotando en el agua del lago o arroyo, o adheridos a rocas o palos. Estos huevos se convierten en larvas (tepocates, les llamamos) que viven en el agua y luego se desarrollan hacia su forma adulta, mediante una metamorfosis maravillosa y milagrosa que les ha permitido sobrevivir a cataclismos que han destruido a la mayoría de especias del planeta, como los dinosaurios, por ejemplo.
En esta etapa adulta viven afuera del agua; es decir, en la tierra. Las branquias se convierten en pulmones. No se aburran con la evolución biológica, pues llegaré a algo importante: las pinches ranas tienen mecanismos que les permiten adaptarse no solamente al cambio de un hábitat de agua a uno terrestre, sino que a los cambios climáticos provocados por dichos cataclismos (el último que, según los científicos, ocurrió a escala planetaria, hace 65 millones de años, provocado por el choque de un meteorito; y duró unos 50,000 años, más o menos).
Entonces –y esto es lo importante– podríamos decir que las ranas son el equivalente al canario proverbial que usaban los mineros para monitorear los niveles de oxígeno, ya en el fondo de los túneles de las minas subterráneas (¿se acuerdan?, si se moría el canario significaba que no había oxígeno, y ellos salían huyendo hacia la superficie). Las ranas nos indican, entonces, a nivel planetario, la situación de la salud del planeta. Por eso es que llama la atención que los niveles de extinción de cientos de variedades de ranas, a nivel mundial, exceda por mucho a los de aquellos cataclismos naturales, solo que, en este caso, no tenemos hacia dónde huir…
Desde donde se encuentra la rana (y yo también, porque les expliqué antes: yo soy la rana), las perspectivas, los sonidos y las sombras se mueven a velocidades extraordinarias; con los ojos saltones se observa el mundo como que uno hubiera ingerido hongos alucinógenos, peyote o LSD. Alucinante todo, pues. Desde la columna de madera se siente que el mundo ha girado, la pared es ahora el piso, el techo es ahora la pared… qué chingados, ¡un completo viaje espacial!
Las ventosas sostienen, entonces, las patas largas, delgadas y gelatinosas del cuerpo de aquel animal, frío y verde. Con una piel diseñada como uniforme de soldado en Vietnam. Los ojos saltados y alertas observan el mundo ladeado. Enfocan en el chorro de luz que se filtra, ahora por debajo de ella y que choca con el piso de laja, formando escaleras que se confunden, al final, con las escaleras y las gradas que conducen hacia puertas abiertas. Escaleras que se confunden con las escaleras, y gradas que se confunden con gradas, y sombras con sombras.
El miedo a las alturas no es algo común en las ranas, o quizá no se dan cuenta, o no les importa, o son suicidas. En el acantilado, no mires nunca hacia abajo, mira hacia arriba y sigue subiendo. Ya faltará poco para llegar a la cima.
Extendidos los dedos de las manos. Las ventosas relajadas y el cuerpo flotando después del impulso. Otro salto al vacío, hacia destinos inexplicables. Como el amor, que nos lanza a ciegas a mundos desconocidos. Ciego. Armados con la espada de la fe y protegidos con el escudo de la esperanza. El corazoncito palpitando bajo aquella piel fría y verde. Acompañada por el viento y el espacio y el tiempo y los sonidos. Aterriza adentro, en un mundo amarillo, donde se confunde con el espacio que la rodea. A ella le da lo mismo.
El calor del día va disminuyendo. Ha llegado la tarde y me apetece refrescarme en las aguas templadas del Lago Petén Itzá. Me acerco a la baranda, extiendo mi brazo y agarro la calzoneta amarilla que adquirí en el Comisariato del Ejército, sin molestar al general (ahora presidente de facto, ¿verdad Tono?), especial para competencias de natación, ahora que participo en triatlones que me llevan a los lugares más lejanos y maravillosos que uno pueda imaginar.
Agarro la calzoneta, ya completamente seca y aún con la pita del cinturón perdida en sí misma. Miro hacia abajo, hacia el piso de abajo, hacia la copa de los árboles, hacia el muelle. El pasillo luce iluminado, con esa brillantez tan especial de las tardes peteneras: sombras que bailan y colores que cambian -pienso yo-. Y, sin pensarlo, me la enfundo, subiendo una y luego otra de mis piernas, para ponérmela de un tirón. A lo lejos, escucho los murmullos de las voces de los pescadores, invisibles para mí, que deambulan en su canoa.
No sé si la rana se asustó más que yo. Piel extraña, caliente, uf, uy, agh. ¿Sentiría asco de tocar al ser más peligroso sobre la faz de la tierra? Pero sus sistemas automáticos de sobrevivencia la forzaron a brincar desenfrenadamente, al contacto con mi cuerpo.
Seguramente aquella tarde rompí el Récord Guiness, si es que existe, de despojarse de un traje de baño en segundos, tan asustado que no puede ni gritar. La rana brincó hacia el follaje del bosque, hacia el vacío, tan fría y anfibia como siempre. Y yo me quedé allí, temblando y carcajeándome, como un idiota; mientras los turistas me miraban desde el muelle, yo, completamente desnudo, con cara de pendejo.
Petén, 1988.