José Alfredo Calderón E.
Historiador y analista político
Siempre “…me ha llamado poderosamente la atención…”[1] esa oda a la muerte y la contemplación ociosa de la tragedia, de la que hacemos gala en este paraje con ansias (¿ínfulas?) de país, aunque debo reconocer que es propio de toda la cultura mesoamericana desde la época prehispánica.
Desde la parafernalia que deviene de la muerte, hasta la afición por las tragedias propias y ajenas, todo ese halo de necrofilia y morbo envuelve los abismos de Xibalbá desde centurias.[2] Ya los mayas destinaban días especiales para honrar a sus muertos, lo cual se hacía por medio de deidades que marcaban las estaciones del año y representaciones humanas hechas estatuas, las cuales vestían con pieles de los sacrificados para explicar al mundo la renovación generacional en altares cubiertos de flores (después llamadas de muerto) y que marcaban el fin del invierno y la entrada del otoño. Ya desde esa época aparecen las calaveras como signo de compañía de los difuntos y fiel representación de sus proezas y hazañas, así como las calabazas naranjas en las comidas.
Con la conquista, los frailes utilizaron estas y otras celebraciones precolombinas, readecuándolas para poder enseñar el calendario cristiano europeo. Este proceso se institucionaliza con más fuerza cuando el obispado de Guatemala se adhiere al arzobispado de México, del cual dependió desde 1547 a 1743[3]. Es entonces que el día de los Santos se instituye como una fiesta mayor todos los unos de noviembre, colindando con el día de Difuntos, 24 horas después.
Durante la dominación española, el mes de noviembre se posiciona como el de las ánimas y va generando toda una serie de costumbres y rituales relacionados con las rogativas por el bienestar de los seres queridos que ya habían partido al más allá. La jerarquía eclesiástica utilizó el libro de las revelaciones de Santa Brígida, para mostrar horrendas imágenes de los graves sufrimientos de los difuntos, tanto en el infierno como en el purgatorio -y así– aprovechar la ocasión para generar un gran movimiento de fondos en las Iglesias por medio de las “Cofradías de Ánimas”, cuya función básica era ayudar a “…garantizar la vida eterna de los difuntos a través de los ruegos…” De esta forma, cada época generaba sus propias tradiciones y dinámicas (Cuaresma, Semana Santa, Noviembre y otras), como respuesta al avance y divulgación de las ciencias durante el siglo XIX, que empiezan a poner en duda ese mundo extramundano pregonado por la Iglesia Católica. El mecanismo más efectivo fueron las artes dirigidas a los cinco sentidos, las cuales expresaban la idea heroica de un Jesús y una Virgen victoriosos ante la adversidad.[4]
Así mismo, la cultura liberal impulsada en 1871, hace un replanteamiento del pensamiento dominante mediante la enseñanza laica y el desdén por la tradición oral[5]. Entre las primeras crónicas en torno a este proceso se puede citar a Ramón A. Salazar[6], quien en su obra Tiempo Viejo relata un mes de noviembre aburrido, plagado de procesiones que califica de macabras, como la de las Calaveras que salía del templo de San Sebastián, pero en donde además se hacían ritos y rifas de suerte “para alcanzar la gloria eterna”. Otros testimonios[7] de la época dan cuenta de un mes lleno de rezos, chismes, cocina, alfarería y dinámicas de convivencia no necesariamente aburridas, pues permitían el paseo, la tertulia, los juegos (que entretenían sobre todo a los más chicos) y hasta el enamoramiento “bendecido”, ya que se efectuaba en torno a las actividades derivadas de los rituales religiosos, pues de otra forma eran condenadas al escarnio público.
Aunque hay mucho por decir en torno a esta oda hacia la muerte en toda Mesoamérica, estos pocos elementos históricos quizá puedan explicar cómo la celebración de Semana Santa culmina su apoteosis justo después del Santo Entierro, cuando la lógica de la doctrina cristiana pudiera implicar que debiera ser con la celebración de la vida el día de resurrección. Quizás se pueda explicar también esa parafernalia en torno a la muerte que “obliga” a velatorios que pueden durar días, así como celebraciones periódicas a los nueve días (novena), treinta días, un año e incluso más. Incluso, talvez alcance para explicar ese regodeo por la tragedia –propia y ajena– representada en la popularidad de las telenovelas trágicas o como “trending topic” morboso de las tertulias cotidianas…
[1] Parodiando a nuestro admirado y respetado Juez Gálvez.
[2] Muy diferentes son las celebraciones en México a pesar del relacionamiento tan estrecho entre ambos países, sobre todo durante la colonia.
[3] Es oportuno recordar el status especial de la Capitanía General del Reino de Guatemala, que era de orden pretorial y dependía directamente de España no como las demás Capitanías que dependían de un Virreinato. Pero en el tema eclesiástico (eje de la cotidianidad), dependía del Arzobispado de México (por tanto, con algunas relación con el Virreinato de México).
[4] Hay que recordar que la mayor parte de la población era analfabeta, por lo que los sentidos eran el mejor vehículo para transmitir ideas, pensamientos y, sobre todo, dogmas.
[5] Esto explica porque no se desarrollan personajes como la Catrina o la Dama del Cementerio, tan populares en México, nuestro referente cultural en muchos sentidos.
[6] Quien representa la visión dominante de la oligarquía cafetalera. Otros visiones de la época hablan de un mes de noviembre diferente.
[7] Como los recogidos en el libro de Francis Polo Sifontes “La ciudad de Guatemala en 1870”.