El hombre absurdo es el que no cambia nunca«.
Georges Clemenceau (1841-1929) (Político y periodista francés)
Lo que está en juego para Guatemala en la votación de segunda vuelta el próximo 20 de agosto, es mucho más complejo que una pugna ideológica entre una izquierda populista o una izquierda democrática. Es mucho más también que una decisión entre corrupción y anticorrupción. Se trata de decidir entre cambiar el rumbo que lleva el país o seguir por el mismo derrotero.
El año es 2024. Han pasado 37 años desde que los guatemaltecos celebramos un gran cambio: de gobiernos militares, autoritarios y fraudulentos –en las elecciones– pasamos a lo que se llamó el retorno de la democracia, con gobiernos civiles que debieran provocar los adelantos que aquellos –los militares– nunca propiciaron.
El escenario en aquel momento era que Guatemala lucía como una paria ante la comunidad internacional, puesto que se violaban los derechos humanos, no había Estado de Derecho, la educación era pésima, lo mismo que el sistema de salud y la infraestructura. A nivel socioeconómico, la falta de oportunidades –empleo, principalmente– era evidente, aunque la migración hacia Estados Unidos no era profunda.
Aquella anhelada democracia fue tambaleante casi siempre en estas cuatro décadas, aunque hubo avances en materia de respeto a ciertas libertades y al menos había una democracia débil, pero caminando.
Sin embargo, aquello que era tan sólo un problema superable, se convirtió en una crisis a partir de 2011, cuando la corrupción alcanza niveles abrumadores y, en el año 2017 bajo el gobierno de Jimmy Morales, se inicia un capítulo oscuro del país, al principiar la construcción de un basto aparato de impunidad, construido durante los últimos cinco años, precisamente para proteger la gigantesca mafia que brotó del fondo de un sistema político, aliado con élites de poder, mafias y hasta el crimen organizado.
El daño que hizo en este último tiempo a la democracia es impresionante. Ningún principio democrático se ha respetado. No se trabaja por y para el pueblo, sino para seguir el enriquecimiento del grupo que llega al poder. Para lograr tanta impunidad, se borró totalmente la independencia de poderes, el sector justicia perdió su independencia y se convirtió el brazo activo del poder político, al tiempo que la totalidad de las instituciones que debieran ser autónomas se convirtieron en subordinadas.
Lo peor de todo, al ver lo que ha sucedido durante este tiempo en materia de Desarrollo Humano, nos encontramos que Guatemala aparece en casi todos los índices –pobreza, educación, salud, desnutrición infantil, etcétera–, igual que en 1986, entre los tres peores de Latinoamérica. Estamos en el mismo nivel que Haití y Honduras, algunas veces peor que estos.
Llegan a la segunda vuelta electoral dos fuerzas políticas bastantes dispares. El partido mayoritario (UNE), con una candidata, Sandra Torres, que puede considerarse como parte del status quo y ha sido parte integral de la alianza que se creó para formar el marco de corrupción e impunidad. Por el otro lado surge casi de la nada el partido Semilla y su candidato, Bernardo Arévalo, como una opción de cambio, pues al menos, no han sido parte de la corruptela, la destrucción de la institucionalidad y el Estado de Derecho, y ofrece gobernar bajo principios socialdemócratas.
Cuando se inicia un cambio no se sabe a ciencia cierta cuál será el resultado. Lo peor, en todo caso, es saber que el sistema está mal y temerle o negarse al cambio.
Aunque las redes sociales, los grupos interesados y demás tratan de enredarlo, la situación es sencilla: El voto por Sandra Torres es a favor de continuar cómo estamos. Ella tendría el control del Congreso, de las Cortes, del MP, la PDH, la USAC y demás. Puede poner en marcha su plan populista con tanto poder. Arévalo, por su parte, representa el cambio. ¿Es del todo confiable? No hay indicios de que no lo sea, pero aun cabiendo la duda, el país merece la oportunidad de probar un cambio que