Eduardo Cofiño K.
Tal vez sea porque es sobrino del gran escritor Virgilio Rodríguez Macal o por que, durante los largos años de estudio de medicina y, luego, por su especialización en psiquiatría, su mente alcanzó esa brillantez incomparable. Quizás sea porque durante todos los años de práctica en que ha tratado con miles de seres humanos ha ido aprendiendo de los demás. Podrías ser que se deba a todo lo que ha leído, millares de páginas durante toda su vida…
Quizás (es lo más seguro) ya lo traía de nacimiento, pero la mente del Dr. Rodolfo Kepfer es realmente la de un genio.
Y no es su mente, precisamente, lo que lo hace un gran ser humano: es su sencillez, su actitud hacia nosotros, sus semejantes, es ese sentimiento que siempre nos ha transmitido de que me acepta como soy, que me quiere como soy, que me desea siempre lo mejor, que, pase lo que pase, todo está bien. En otras palabras, lo que mi primo Rodolfo entrega a los que hemos tenido la suerte de conocerlo, no es otra cosa que llano y puro amor. Pocas personas se atreven a darlo, en estos tiempos…
Sin embargo, el rasgo que lo distingue de todas las personas que conozco, es su gran humildad, su solidaridad con todos los seres humanos, no importándole la clase social, la raza ni de dónde provengan. Realmente él personifica a la perfección mi concepto de humanista.
Para mí, Rodolfo es el padre, el hermano y el amigo que uno siempre necesita. Todo personificado en una persona.
Desde ya hace algún tiempo que aquel no ha estado bien de salud. Lleva casi dos años, por cierto, luchando contra uno de esos cánceres que no se dejan vencer y que, necios como ninguno, vuelven a brotar, cuando se pensaba que ya estaban desapareciendo.
Durante todo este tiempo, Rodolfo no ha dejado de trabajar, no ha dejado de atender a sus pacientes. Durante todo ese tiempo no ha dejado que su carácter sonriente, apacible y comprensivo cambie un ápice. Solamente él sabe la lucha que se libra por dentro.
Hace unos días, Rodolfo se desvaneció y pidió ser internado en el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS) donde, según sus palabras, los médicos van directo al asunto, no pierden el tiempo en hacer multitud de exámenes innecesarios, como sería en un hospital privado. Yo creo que su decisión también está influenciada por ese sentimiento de compartir con sus hermanos guatemaltecos en el mero frente de la batalla.
Y por allá lo fui a buscar. Tuve que hacerme pasar por médico, en el ingreso de emergencia. Entré conversando con un enfermero, que me miraba sin saber qué le decía, cargando unos bolsos con medicinas, mientras yo agarraba fuertemente la almohada que le llevaba a mi querido e ilustre primo. Ya dentro del edificio, lo primero que uno observa es que hay puestos de venta de comida, como los callejeros, donde pacientes, médicos, enfermeros y visitantes pueden comprar algún pan o tortilla con guacamole, salsa de tomate, frijoles, pollo y todas esas cosas que venden en las calles de Guatemala. Los pasillos y pabellones están atestados de gente, siendo la única diferencia con los hospitales públicos, la pulcritud y el aseo de todo el personal. Uniformados y atentos, me indicaron cómo encontrar a Rodolfo. Luego de preguntar como mil veces, logré llegar al pabellón donde se encontraba.
Verlo allí, tendido en una cama de hospital, el suero conectado a su brazo, la muchedumbre arremolinada por todos lados, las camas colocadas una a una, dejando únicamente el espacio para que el médico, enfermera o visitante pueda pasar, me dejó sin aliento. Hacía mucho tiempo que no me enfrentaba con la realidad nacional, con la verdadera Guatemala.
Verlo allí, sin almohada, porque se la habían robado, me hizo recordar los días tristes y lejanos del tiempo que estuve detenido en el Hospital del Reo, allá en la zona 2. Ya ni existe. Verlo allí me hizo recordar los hospitales donde mi hija Susana hizo sus prácticas para obtener su título de Médico. Regresé mentalmente a los hospitales públicos del interior que, por una u otra razón, me ha tocado visitar alguna vez durante mi vida.
Porque uno vive en otra realidad, uno vive metido en una burbuja socio-económica donde lo común son los colegios privados, los hospitales privados. Es el mundo de los privilegiados, los estudiados (y, muchas veces, en el exterior), los empresarios, los bendecidos con bienes materiales, dinero, casa, carros, propiedades. Los que viajamos para divertirnos, somos la minoría, en este país que se muere.
Pero volviendo al IGSS, sentí como que me dieran una bofetada y no pude dejar de indignarme. Porque que esta institución es pagada y mantenida con dinero proveniente de los sueldos de los trabajadores y los propietarios de las empresas de Guatemala, debería ser un ejemplo de excelencia (¿no es eso, precisamente, lo que buscamos los empresarios?), más que un antro degradado, donde no hay más que tristeza y desolación. ¡No es posible que nuestros trabajadores reciban este trato!
Estoy totalmente convencido que, ante la disyuntiva de pagar el IGSS y/o un seguro médico (ahora hay una gran variedad), los trabajadores elegirían el seguro, donde podrían ser atendidos prontamente y adecuadamente en los hospitales privados del país.
Me retiré lleno de sentimientos encontrados, con mi espíritu derrotado y triste. Únicamente las palabras de mi primo al despedirse me hicieron seguir adelante: Todo está bien, Eduardo, aquí es donde me gusta estar. Aquí comparto la verdadera realidad con mis hermanos guatemaltecos…