El otro día, mientras manejaba de mi casa, que queda en la montaña oeste del valle de la ciudad, a mi oficina, que está cerca del centro, mi mente jugaba con estas posibilidades: poner la radio y oír música, o escuchar las noticias, o ponerme en silencio y dejar que el día viniera tal cual. Escogí a favor del día. Decidí que, en lugar de ponerme yo a la cabeza de mis pensamientos, dejaría que la vida los fuera poniendo frente a mí. Cuesta escribir sobre este tema tan sutil. Hemos aprendido a ver lo que nos rodea desde nosotros mismos, y no desde lo que viene. Como gran parte de los artículos de Crónica tienen que ver con la realidad política de este país, escribir sobre cómo percibimos el mundo, cómo nos hacemos felices, o cómo nos estrangulamos con cada uno de nuestros pensamientos, no es lo común. No es lo de siempre.
Entonces, en medio de esta decisión que había estado practicando muchos otros días antes también, hice este descubrimiento que ahora, creo, vale la pena compartirlo con los lectores de Crónica. Descubrí que, cuando veía el mundo desde mi ventana, y yo era el centro, y el punto desde donde arrancaba la perspectiva de mis pensamientos, me volvía calculador, y sentía el peso de estar compitiendo contra el mundo, y no existía nadie en todo el planeta que me ayudaría a salir adelante, excepto yo mismo. Recordé aquella famosa frase de los romanos: el que no está conmigo, está contra mí.
Pero como ese día, por decisión, dejé que la vida, con su mañana fresca, de principios de Noviembre, llegara desde afuera, mis sentimientos fueron distintos a los de mi ventana perspectivista y estranguladora. Me sentí contagiado de una alegría sutil. Las pequeñas visiones, como ver que las hojas de un árbol se movían y relumbraban, me daban una señal de vida que llenaban mis ganas de vivir. ¡Todo era lindo!
Al llegar a la parada obligada de un semáforo, me puse atrás de un carro que iba conducido por una señora que, imaginé, sería joven y guapa. Mientras el semáforo contaba los 90 segundos para volver a ponerse en verde, esto fue lo que viví: desde su espejo retrovisor pude ver que esta señora aprovechaba su tiempo para maquillarse. No había en ella señales de prisa ni tampoco de nerviosismo. Se hizo la línea de los ojos con toda perfección. Después, hizo lo mismo con sus labios. Pintó el borde de su boca con un crayón rojo oscuro. Cuando los 90 segundos terminaron, tranquilamente puso todo a un lado, hizo un gesto de remojarse la boca, que parecía darle un beso al aire, puso las manos en el timón, aceleró, cruzó a la izquierda, mientras yo lo hice a la derecha. Nunca más, pensé, volverían a repetirse estos 90 segundos en toda mi vida. Por supuesto, ella volvería a pintarse los ojos y la boca no sé cuántos cientos de veces más en su vida. Y yo, igual, pasaría por este mismo semáforo no sé cuántas veces más. Pero, aun así, esta escena, tal y como se ocurrió, sería imposible que volviera a repetirse: era irreversible, como cada segundo que pasa en nuestra vida: nunca más va a volver a ser igual.
Después de unos cuantos metros más, se me ocurrió pensar que esta manera de ver a cada momento de nuestra vida, como algo que no va a volver a repetirse, va en contra de la manera en que hemos aprendido a vivir. Cuando nos ponemos a nosotros mismos como el centro de la atención del mundo, las hojas de los árboles no brillan, noviembre es un mes más del año, todos los semáforos del mundo son aburridos y su conteo, sin parar, se parece al reloj al que se le está acabando la cuerda, como a la vida misma de uno.
Pero cuando nos quitamos del centro del mundo, y dejamos que el día venga, ocurre lo contrario, cada pequeña cosa, como el espejo retrovisor del carro de enfrente y las pinturas de ojos y de labios que yo vi, y el beso al aire, y el semáforo implacable, se vuelven señales inequívocas que nos percatan de que la alegría de la vida comienza cuando convertimos a nuestra corta existencia en un viaje de conciencia: ella cruzó a la izquierda, mientras yo lo hice a la derecha.