En política se viven ciclos que suelen ser demasiado largos y casi siempre estáticos, producto de sistemas controladores, en los cuales la expresión popular es ignorada, manipulada o tiene poca fuerza, situación que permite a los gobernantes —nacionales, regionales o comunales— detentar el poder y sacar provecho particular de ello.
En el siglo XX las dictaduras militares fueron el mejor ejemplo. El país no solo tuvo un desarrollo mediocre y limitado —causando así ese rezago en materia social que ahora tanto nos agobia—, sino que además se creó toda una cultura de exagerada tolerancia, ya sea provocada por represión —autoritarismo—, impunidad o el control de la información.
Cuando los militares se dan cuenta de que hay que dar un paso atrás, a causa de una tendencia que invade toda Latinoamérica, entregan el mando a un grupo de políticos con los cuales habían aprendido a cohabitar. Se produce una apertura política, que ha sido más que una transición a un cambio que no termina de llegar, aunque, justo es reconocerlo, se logran mejoras en muchos sentidos, sin llegar a niveles totalmente satisfactorios.
Los resultados se evidencian en los índices de desarrollo. Cuando principió la nueva era democrática (1986), el país era de los dos más atrasados del continente, solamente comparable con Haití. Tres décadas después, casi todos los indicadores sociales nos ubican entre los peores, aunque en algunas áreas se refleja una leve mejoría que nos sube uno o dos puestos, pero nada más —arriba de Haití y Honduras—.
Ahora están sucediendo situaciones verdaderamente trascendentales en el país, con la exposición de todos los casos de corrupción, pero hay que comprender que, si no se logra un cambio de rumbo con prontitud, esta cruzada contra el saqueo público y la impunidad no será sostenible, y se corre el riesgo de retroceder lo que hemos avanzado, que ha sido solo en el área de Justicia.
El tiempo transcurre y la CICIG no estará eternamente en el país. Tampoco tenemos la certeza de que el MP seguirá actuando con independencia, más allá de la gestión de Thelma Aldana. Lo peor de todo es que la vieja política prevalece y la fuerza que parecía haber cobrado la ciudadanía, se muestra cada vez más diluida. No surgió ningún liderazgo para promover el rompimiento de la inercia, que siempre juega a favor de la clase política y genera tanto acomodamiento.
En vez de eso, se ha podido comprobar que el sistema de partidos políticos, como lo conocemos y que ha mostrado ser un fracaso, se maquilla con una reforma legal que únicamente hace un cambio… sin cambiar de dirección. Los políticos asumen una posición de no se oye, padre, y simplemente están agazapados a la espera de dar nuevos zarpazos y que las aguas se tranquilicen para seguir por la misma ruta.
La fuerza de la CICIG y el MP es la única que actúa diferente. Se ha golpeado a funcionarios del más alto nivel, empresarios, y hasta al monopolio de la televisión abierta, que ha servido para adormecer a la población durante estos treinta años, haciendo creer a muchos que el sistema funcionaba. Incluso era el encargado de promover cambio de gobernantes, pero jamás un cambio de fondo.
Algunos sectores empiezan a mostrar su acomodo ante el rumbo y ritmo que está tomando el país. Se principia a pensar en mejorar algo, en vez de exigir un cambio de actitud radical. La vieja política se impone hasta en esos sectores, algunos de los cuales tienen credibilidad y liderazgo en sus respectivas zonas de influencia.
En la famosa Plaza se exclamó mucho, se demandó de todo, al extremo de que ahora los oportunistas, los manipuladores y demagogos hablan siempre en nombre de lo que la Plaza pidió. La verdad es que cada quién expresaba su sentir, y las voces apuntaban a todo. Eso se puede tergiversar según los intereses y situaciones. Sin embargo, la única petición común en todo aquel clamor —que hoy continúa en las redes sociales— era — con estas u otras palabras— que se tirara por la borda la vieja política y se tomara la senda de un nuevo estilo de hacer las cosas: la nueva política.
No se acepta así, y esto tiene un precio caro, porque al no producirse un giro radical en el rumbo—cambio—, estamos condenados a volver al mismo punto. ¡La vieja política debe morir, si queremos cambiar!