En el suelo, por las paredes y hasta el techo, el pequeño local de la librería está atiborrado de ediciones de distintas épocas, tamaños y colores. En la vereda, decenas de personas esperan en fila junto a una mesa de saldos que en lugar de libros exhibe bandejas apiladas.
Cada martes y jueves desde hace un mes, la librería Diomedes de Montevideo se convierte en sede de una de las más de 100 ollas populares que se multiplicaron en la ciudad para ofrecer comida a muchos a quienes la pandemia de coronavirus les quitó lo poco que tenían, y a otros tantos que ni antes llegaban a poco.
Aunque en Uruguay los cierres son parciales, y los 3.5 millones de habitantes han sido exhortados -pero no forzados- a permanecer en sus hogares, los comercios no esenciales han bajado las persianas. Entre ellos, las librerías, por considerarse posibles focos de contagio.
Voluntarios arman la mesa para repartir viandas en la vereda de la librería Diomedes de Montevideo.
Pero Artola nunca cerró. Y, libros aparte, se ha vuelto esencial para cientos de personas expuestas al hambre y al contagio, sin vivienda donde refugiarse de la covid-19. Las viandas se distribuyen a los que van pasando de a uno frente al local, tras recibir un número de orden.
«Recibir comida no es una derrota, también puede ser algo gratificante», dice Jorge Artola, librero desde hace 35 años. Al convertir su negocio en un punto de distribución de comida, busca «hacer un acto de solidaridad con un efecto catalizador», que trascienda el llenar estómagos y ayude a construir una red para personas sin contención.
Por eso, Artola ofrece además llevarse un libro, como lo ha hecho desde la crisis que golpeó al país en 2002 para los que no pueden pagarlos. «Los libros son una bendición, un aliciente espiritual», dice el hombre de 57 años, quien niega contra voces expertas que el papel sea una potencial fuente de contagio.
Dos venezolanas están al frente de una cocina prestada por la Orden de Malta. A una de ellas, la crisis la corrió de su país hace cinco años. Ahora, se la volvió a encontrar cuando el bar donde trabajaba cerró por prevención.
Los voluntarios, equipados con barbijos y guantes, siguen algunas de las recomendaciones sanitarias de un protocolo del ministerio de Salud Pública para ollas populares. Pero en la fila la distancia social es inexistente, casi tanto como los tapabocas, y el almacenamiento de algunos alimentos es improvisado en rincones de la librería.
En la parte trasera del local, después de un pasillo estrecho, se acumulan donaciones de pan, harina y fideos que rompen con el desorden geométrico de los libros. Artola las recoge en largas jornadas en las que intenta mantener las ventas en medio de un parate económico que no lo dejó al margen.
Jorge Artola carga una olla de comida para distruibuir a los que se acerquen a su librería en Montevideo.
Entre los que esperaban este jueves había jóvenes, ancianos y algunas familias en situación de calle y «en situación de fragilidad», describen los organizadores. También se llevaban las bandejas de telgopor repartidores en bicicleta, cuya actividad ha caído ante el cierre de locales gastronómicos.
«El 15 de marzo estábamos aterrorizados de atender la librería; hoy estamos eufóricos», dice el librero, antes de empezar a repartir manzanas en la puerta del comercio ubicado en un transitado bulevar montevideano.
Pasar el invierno
La idea que empezó con una colecta entre particulares es, días después, un mecanismo aceitado por un grupo de diez colaboradores, que ya reparte un centenar de porciones.
En la fila de espera, la distancia social es inexistente, casi tanto como los tapabocas, pero para recibir una vianda lo hacen de a uno, en el turno del número que les tocó de orden .
Dos venezolanas están al frente de una cocina prestada por la Orden de Malta. A Angélica Pernía (31) la crisis la corrió de su país hace cinco años. Ahora, en otras circunstancias, la volvió a encontrar cuando el bar donde trabajaba cerró por prevención, relata sin dejar de revolver el guiso que se distribuiría más tarde con huevo duro, pan, torta y fruta.
Una de las viandas llegó este jueves a manos de Miguel Invernizzi, quien hasta la expansión del virus se hacía de algunas monedas diarias cuidando autos frente a una facultad. «Si no es esto, lo único que me queda es comer de la basura», dice el hombre que también frecuenta el lugar para abastecerse de lecturas.
Sin hogar, Invernizzi hace «lo que se puede» para cuidarse del coronavirus. «Pero de algo vamos a morir, ¿no?», dice a la AFP.
Pese a que el ritmo comienza a crecer en la capital uruguaya, centro de los 557 contagios y 12 muertes por covid-19 en el país, nadie piensa que cuando acabe el confinamiento será el fin de la iniciativa. «La crisis no es solo sanitaria, es económica y es psicológica, y el efecto va a seguir», dice Tomás Saranovich, de 25 años, que se quedó sin tareas administrativas cuando el lugar donde trabaja cerró hace algunas semanas.
Con el invierno por delante, el librero aspira a que Diomedes pueda apadrinar nuevas ollas populares en barrios de la periferia, donde además de comida para subsistir también llevará un aliciente de papel.