Pese al coronavirus, una cofradía sigue acompañando a los difuntos hasta su última morada en Francia

«Que en paz descanse». Con mascarillas cubriéndoles la boca y la nariz, cinco hombres vestidos de negro bajan un ataúd hasta una tumba cavada en la tierra. Pese a las restricciones impuestas por la pandemia, una cofradía francesa sigue acompañando a los difuntos hasta su última morada, fiel a ocho siglos de tradición. 

Una campana rompe el silencio en el cementerio de Béthune, una ciudad del norte de Francia. Vestidos con capas negras y guantes blancos, los «Charitables» – los «caritativos», como se llama la cofradía – han cruzado el umbral de la puerta de hierro llevando el cuerpo del difunto en una carreta, antes de ponerlo bajo tierra.

La Cofradía de los caritativos de San Eloy, su nombre completo, fue fundada en 1188, en plena epidemia de la peste negra que devastó esta región francesa. Es una fundación laica que repite desde entonces los mismos gestos, con un único objetivo: acompañar a los muertos hasta su última morada, con discreción y respeto.

Pese al coronavirus, «nuestra misión sigue siendo idéntica. Hacemos exactamente lo mismo, sin importar el rango social del difunto», su edad, su ideología política o religión, explica a la AFP Robert Guénot, de 72 años. 

Activos o jubilados, los 25 miembros de la cofradía entierran cada año a cerca de 300 muertos en esta ciudad. Pero la epidemia del COVID-19, que ha provocado un confinamiento inédito de la población en Francia – así como en otros países del mundo -, ha hecho que se limite el número de asistentes a los velorios a 20 personas, lo que ha obligado a la organización a adaptar sus prácticas y sus rituales ancestrales.

«Hemos disminuido nuestras actividades porque ya no hay ceremonias religiosas, pero también nuestros efectivos. Ahora solo somos cinco por entierro, frente a once en tiempo normal, porque no queremos perjudicar a las familias» si somos demasiado numerosos, explica Guénot, el rector de la cofradía.

Sus miembros respetan todas las medidas sanitarias. «Intentamos protegernos al máximo. Si alguno se siente enfermo, por supuesto que no participa. No corremos ningún riesgo», asegura Patrick Tijeras, de 55 años. 

Este hombre se unió a la cofradía el pasado noviembre tras el funeral de un familiar, durante el cual vio la «fuerte» implicación de sus miembros.

«Sentimos que tenemos una utilidad social. Al igual que un enfermo cuando recibe atención, los muertos tienen también derecho a un trato digno».

Apoyo y consuelo

El viernes por la mañana el cementerio está casi desierto. El difunto es una persona sin hogar de 34 años, sin familia ni amigos. Los miembros de la cofradía observan un minuto de silencio frente al ataúd de madera clara.

Antes de irse y como dicta la tradición, los cinco hombres se reúnen alrededor de un círculo pintado en el suelo. «Les agradezco que hayan venido. En estos tiempos difíciles es importante que podamos seguir haciendo lo que hacemos desde hace 832 años», dice el rector.

Limitar el número de personas que pueden despedir físicamente a un ser querido complica el duelo y aumenta el dolor, lo que devuelve a la cofradía la razón de su existencia. «Queremos seguir brindando un poco de apoyo y consuelo a las familias, cuyos miembros no pueden estar todos aquí», señala Guénot.

El contexto actual recuerda el nacimiento de la cofradía. Según la leyenda, los sepulteros de ese entonces no lograban enterrar a todos los muertos. San Eloy, patrón de los herreros, se apareció a dos de ellos para pedirles que dieran un entierro digno a los muertos. La peste desapareció, pero la tradición siguió.  

Hoy «tenemos que llevar mascarillas por este virus que nos hace sentir tristes y asustados», dice Pierre Decool, de 66 años. Pese al miedo, explica que siente la necesidad de «ayudar a la gente».

«Es una situación difícil que nuestros antepasados vivieron» en el siglo XII. «Pero saldremos adelante».

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