LUIS LINARES: En Guatemala todo se pervierte

Luis F. Linares López

La crisis no es que no se pueda elegir a los magistrados de la Corte Suprema y de las salas de la Corte de Apelaciones.  La crisis es de un sistema de justicia capturado por la corrupción, al impunidad y que los llamados “operadores” (traficantes de influencia) persisten en mantener. 

Cuando en 1984 fueron designados los primeros magistrados del Tribunal Supremo Electoral por una comisión de postulación, se creyó encontrar una solución virtualmente infalible para evitar que los nombramientos de los órganos de control fuera objeto de manipulación y condicionamiento. La idea era que los académicos, representados por las universidades y el Colegio de Abogados,  seleccionaran listados a prueba de balas, de manera que no importaba a quién escogiera el Congreso, pues todos eran idóneos, por su trayectoria impecable y su capacidad.  Pero como ya se ha dicho reiteradamente, en lugar de sustraer los nombramientos de la politiquería, esta pervirtió el sistema de postulación.

Las comisiones de postulación de volvieron agencias de reclutamiento de personal.  Reciben la documentación de los interesados, revisan antecedentes y asignan una calificación.  Calificación que en ocasiones es una pérdida de tiempo, pues los que designan no las considerar.  Es como que si una agencia de empleo recibe la papelería de quienes optan a un puesto, los examina, califica y clasifica de mejor a peor, y al final el empleador elige al último de la lista.

Con los  gobernadores pasa algo parecido.  La idea de que los representantes no gubernamentales ante los Consejos Departamentales de Desarrollo (CODEDE) elaboraran una terna para someterla al presidente de la República, buscaba evitar que las gobernaciones se convirtieran en premio de consolación para allegados al partido oficial.   Se esperaba que seleccionaran una terna de ciudadanos de tan reconocida honorabilidad y competencia, que sería bochornoso para el gobernante no designar a uno de ellos. 

Pero los representantes de la bendita sociedad civil se convirtieron en otra agencia de reclutamiento. En las Gobernaciones se colocan mesas a donde los interesados presentan su papelería.  Los representantes analizan los CV y demás documentos y cuando excluyen a alguno, se presentan impugnaciones y amparos.  En unos casos, para evitarse enemistades, envían un listado con todos los postulantes, violando el mandato de presentar terna.  En otros, el listado o terna es aprobado por el pleno del CODEDE, lo que es ilegal.  Y en muchos casos trasciende que hubo presiones o dinero de por medio pues, casualmente incluyen en la terna a personas vinculadas al diputado que domina el departamento o al partido de gobierno.

Volviendo al caso de los postulados que fueron a cabildear y a ponerse a las órdenes del individuo identificado en una columna de prensa como “El Pulpo”, y que se convirtió a partir de desempeñar el cargo de Secretario Privado de la Presidencia en uno de los hombres más poderosos del país y un verdadero potentado, en cualquier país donde haya un mínimo de decencia entre quienes aspiran o ejercen la función pública, los implicados habrían declinado de inmediato y para siempre su pretensión de ocupar un cargo público.  En Japón seguramente más de alguno se hubiera hecho el “harakiri”, pues el baldón sería insoportable.  Pero aquí siguen tan campantes, obligando a que el MP plantee medidas extremas, que no dejan de  tener sus bemoles.

Pero todo esto tiene una causa.  La inexistencia de una verdadera cultura democrática en los ciudadanos, y la tendencia a pervertirlo todo de la llamada “clase política”.  En su extraordinario libro “Cómo mueren las democracias”, dos profesores de Harvard, Levitsky y Ziblatt, señalan que la democracia requiere de dos reglas de oro: la tolerancia mutua entre los que hacen política y la contención en el ejercicio de los cargos públicos.  Y de esto es precisamente de lo que carecemos.  Los que llegan al poder es disfrutarlo sin límites.  Por eso necesitamos leyes que aten las manos de los políticos y funcionarios, aun a riesgo de que caigan en la inacción, porque no se “miden”, actúan sin recato, y la flexibilidad que es un  tanto necesaria en el ejercicio de la función pública, se convierte en un cheque en blanco para la discrecionalidad y la arbitrariedad.

Para funcionar la democracia también necesita lo que los autores llaman sus “perros guardianes”, que son los tribunales y demás órganos de control.  Si estos se convierten en perros falderos de quienes detentan el poder, ya sea político o económica, la democracia se pervierte y está condenada a muerte.

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