Pascal Van Erp lo temía y no se equivocó. Desde su primera inmersión en las frías aguas del Atlántico Sur, a 1,600 km al noroeste de la ciudad sudafricana de Ciudad del Cabo, sacó a flote una trampa para langostas ennegrecida por las algas.
Debidamente catalogada, la pequeña jaula de plástico verde se unirá a la larga lista de pruebas del proceso de contaminación de los océanos que se lleva contra la pesca industrial.
«Estamos a unas mil millas de la costa de Sudáfrica y aún así encontramos aparejos de pesca abandonados», fulmina el oceanólogo Thilo Maack de Greenpeace. «En un lugar tan aislado (…) es realmente asqueroso».
A bordo de una de las embarcaciones de la ONG, el Arctic Sunrise, él y su equipo patrullan alrededor él y su equipo patrullan alrededor del Monte Vema, una montaña submarina cuya cumbre aflora a unos 20 metros de la superficie, para documentar la magnitud de la contaminación.
Millones de redes, sedales o jaulas de todo tipo flotan en los océanos del mundo. Perdidos o simplemente abandonados por las empresas pesqueras.
Las Naciones Unidas estiman que 640,000 toneladas de aparejos de pesca son abandonadas cada año como desechos en el fondo del mar. El peso de 50,000 autobuses de dos pisos, insiste Greenpeace, que nunca se queda sin comparaciones sorprendentes.
En un informe publicado en 2009, el Programa de la ONU para el Ambiente (PNUE) y su organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO) calcularon en un 10% la proporción de plásticos procedentes de la pesca que contaminan los mares.
Zombis submarinos
«El material de pesca constituye (…) más del 85% de los desechos plásticos encontrados en los fondos o en los relieves submarinos», aseguró Greenpeace.
Incluso abandonados, esos equipos, no biodegradables, siguen capturando peces y crustáceos y amenazan también a los grandes mamíferos como los delfines.
Thilo Maack los clasifica como «material fantasma» porque, según dice, «como zombis en el fondo del mar, siguen capturando (peces), aunque a nadie le importe el producto de esas capturas».
El año pasado, más de 300 especímenes de una especie amenazada de tortugas fueron encontrados muertos frente a las costas de México, prisioneros de una red de pesca aparentemente olvidada.
Según la ONG World Animal Protection, con sede en el Reino Unido, estas redes abandonadas matan cada año a 100,000 ballenas, delfines, leones marinos o focas y tortugas.
«Es un enorme problema porque están diseñados para capturar y matar a la fauna marina y continúan haciéndolo mientras permanezcan en el fondo», señala Bukelwa Nzimande, de Greenpeace.
Debido a su solidez y longevidad, el plástico es uno de los materiales preferidos de la industria pesquera.
Se deben esperar al menos 600 años para que comiencen a desintegrarse en pequeñas partículas que son primero ingeridas por los peces, antes de serlo por los humanos que los comen en su mesa.
Máquina de muerte
Después de una semana de inmersión, el equipo del Arctic Sunrise sólo encontró una trampa para langosta.
Los más optimistas quieren ver en ello el efecto de la moratoria sobre la pesca en torno al Monte Vema impuesta en 2007 por la Organización Regional de Pesca para el Atlántico Suroriental (SEAFO).
Pero este tipo de instituciones cubre solo un 1% de la superficie de los océanos del planeta, dejando su casi totalidad sin protección, a merced de la pesca ilegal.
Durante años, las oenegés piden a la ONU para que establezca un sistema de gobernanza para proteger la fauna y la flora marinas. Hasta la fecha, el 64% de los océanos están fuera de la soberanía de los países.
Un sistema de este tipo podría principalmente obligar a las empresas pesqueras a recuperar su material, e imponerles sanciones financieras en caso de olvido.
Mientras tanto, varias oenegés comenzaron ya su propia caza a esta forma de contaminación marina.
«Dondequiera que hay un mar o un océano se encuentra (material fantasma)», lamenta Pascal Van Erp, fundador de una asociación precisamente bautizada Ghost Fishing, establecida en los Países Bajos, que limpia los fondos marinos desde 2012.
«Limpiar el material abandonado me motiva mucho, es cuando me parece que estoy realmente feliz», añade el submarinista mientras sube por el Arctic Sunrise, con el traje goteando. «De lo contrario, sigue funcionando», insiste, «como una especie de máquina de muerte».