Guatemala tiene una población que supera los 17 millones de habitantes, de los cuales 51 por ciento son mujeres, la mayoría de ellas menores de 35 años. Como en los demás índices demográficos nacionales, se puede afirmar que 40 por ciento son indígenas y 52 por ciento viven en el área rural, en medio de pobreza y al margen de servicios básicos como educación y salud.
Como es sabido, en el país existen grandes contrastes socioeconómicos. Las féminas que viven en las zonas urbanas tienen mayores oportunidades de desarrollo y sufren menos por problemas como el racismo, el machismo y la discriminación, sin que eso signifique que este tipo de conflictos no estén presentes y tengan una incidencia bastante significativa.
Globalmente, los índices de progreso que presentan las mujeres son inferiores al de los hombres, lo que demuestra claramente que la sociedad guatemalteca sigue careciendo de la equidad de género a la que se aspira en los Objetivos de Desarrollo del Milenio, cuyas metas aún no hemos alcanzado.
La buena noticia es que la situación del sexo femenino, en términos generales, muestra algunas mejorías, aunque en esta fecha especial –Día Internacional de la Mujer– se debe reconocer que los rezagos son todavía muy grandes y requieren esfuerzos importantes tanto del sector gubernamental como de los grupos sociales.
Uno de los aspectos más relevantes es que mientras la calidad de educación no se eleve, las oportunidades reales de superación tampoco alcanzarán niveles deseables. En la capital, las jóvenes pueden acceder a la educación primaria de manera aceptable, seguir en la secundaria y asistir a la universidad u optar por carreras técnicas; sin embargo, esto no ocurre de igual forma en el interior, y menos en las áreas rurales, donde hay bajos índices de escolaridad y casi ninguna oportunidad de obtener un título universitario.
Al referirse a esas dos Guatemalas –la de oportunidades, muy urbana, y la discriminada rural– no se puede señalar una situación única de la mujer, pues hay que comprender que no son las mismas oportunidades en las cabeceras departamentales o las ciudades más importantes que en los municipios pequeños, aldeas y caseríos, donde también existen pobreza y pobreza extrema, que afectan el desarrollo y, particularmente, a las mujeres.
La inclusión de las féminas en la vida socioeconómica es también limitada. Los factores fundamentales son los que se han señalado, pero aun en los casos en que las mujeres tienen educación superior y títulos profesionales, se les suele pagar menos que lo que gana un hombre, incluso teniendo las mismas funciones y responsabilidades.
La situación en general ha mejorado, pero más por inercia y por la lucha del sexo femenino que por esfuerzos estatales o de la sociedad. No se han visto hasta el momento políticas gubernamentales definidas, aunque en el tema de legislación se ha avanzado, con alguna tibieza. Hay quienes creen que con equiparar la participación en la política –materia de la Ley Electoral– habrá más oportunidades, cuando en el fondo lo que hace falta no es que se produzca por decreto un cambio –que no llegará por esa vía–, sino que se forme conciencia sobre la imperiosa necesidad que existe en la Nación de mejorar en las dos grandes áreas que quedan en el olvido: educación y salud.
El empoderamiento de las mujeres debe hacerse efectivo en cualquier sociedad moderna y Guatemala no debe ser la excepción. Los movimientos feministas han contribuido a crear mayor conciencia respecto de la importancia de que haya equidad de género, la cual hace mucha falta. Las féminas son, en todos los ámbitos de la vida social, económica y cultural, tan importantes y determinantes como los hombres.
Los cambios no llegarán de la noche a la mañana. Son siglos de rezago, existe toda una cultura en la que se ha minimizado el valor de la mujer, y el tiempo de transformar esta situación ha llegado. Este sector de la sociedad es un factor determinante en el desarrollo y la integración misma del país. Su valor es no solo innegable, sino necesario.